Un aspirante a escritor de veintiséis años pasa el verano de 1994 en la cabaña de vacaciones de sus padres en el lago Michigan, en Wisconsin. Un poco desorientado respecto de su futuro, escucha a Tom Waits y Lucinda Williams, escribe esbozos de relatos y cartas a su novia, y por las noches sale a nadar en el lago. Hasta que empieza a hacerlo con la señora Abel, una vecina de cincuenta años. Desnudos, recorren largos tramos en las aguas oscuras. Una noche les sucede algo extraño en la peligrosa “puerta de la muerte”, un estrecho conocido por sus naufragios. La enigmática mujer había enviudado al mes de casarse, su casa no es como otras del lugar y está repleta de objetos sueltos, souvenirs de otros tiempos.
En el presente de la novela, el narrador es un escritor establecido, trabaja como docente, está casado, tiene dos hijas, vive en Portland, Oregon, y está obsesionado con aquel verano, con lo ocurrido aquella noche y también con la especial y secreta conexión con la señora Abel. La novela “juega” con las formas de la autobiografía: la vida del narrador es idéntica a la del propio autor, quien ha escrito, entre otros títulos, Mi abandono (2019), que recrea un hecho real sucedido cerca de donde vive, en el que un padre y su hija permanecieron cuatro años escondidos en el bosque, y que fue adaptada para el cine por Debra Granik.
Los nadadores nocturnos explota la autorreferencialidad y el narrador se enfoca en ese hombre que lucha con la compulsión de resolver un misterio del pasado que se inmiscuye en el presente: quién era la señora Abel, qué fue para él, qué sucedió aquella última noche en que desapareció por dos días y por qué nunca más la vio. Para ello, cavila y especula sobre objetos que guardó de aquella relación, recupera las cartas que le envió a su novia para acercarse al estado de ánimo de ese momento, y visita un tanque de aislamiento sensorial (terapia en piscina de flotación en agua salada) para convocar recuerdos más vívidos y penetrar en el inconsciente de sus reflexiones. Confiesa su fascinación por Ted Serios, quien con sus poderes psíquicos supuestamente podía hacer imágenes polaroid de pensamientos, lo cual se corresponde con la idea de exposición engañosa de la mente del autor-personaje. También acude a los mismos espacios: la cabaña de la señora Abel, un viejo bote de pesca, el cobertizo rojo de su familia, para averiguar qué siente ahí.
La novela hilvana, con extrema verosimilitud, la historia de ese rastreo, y para ello acude a los momentos de aquel verano y a los elementos que puedan guiarlo: extractos de cartas, fotos, una nota de la señora Abel escrita sobre una corteza de árbol, cartas de rechazo de editores, fragmentos de viejos diarios, ideas para cuentos, citas copiadas sobre el oficio de escribir. La historia personal del autor y la ficción se entretejen; la realidad y la ficción están en un mismo plano, intercomunicadas, como si fueran indistintas.
Traducida con eficacia por Micaela Ortelli, la voz narradora logra transmitir una intimidad ofuscada por ese giro brusco hacia el pasado, que representa un verdadero misterio para el narrador. De lectura rápida, la novela es inquietante y ominosa, como nadar de noche, cuando oscuridad y silencio se combinan con las corrientes inestables, lo que nos muestra que lo que influye en quienes somos se oculta en lo profundo y se resiste a ser revelado.
Peter Rock, Los nadadores nocturnos, traducción de Micaela Ortelli, Godot, 2022, 170 págs.